La nariz de un perro, vista de cerca, se parece a la cara de un extraterrestre. Presta atención la próxima vez que veas uno. Su aliento sobre tu rostro es como el hedor fétido de todo lo que se pudre en los desagües de los callejones y las esquinas abandonadas hacia donde los seres insignificantes se arrastran para morir, pero las narices húmedas y frías son como pequeñas criaturas estelares enojadas, y ellas saben lo que significa no encajar.
Les sonrío a los perros. Simplemente lo hago. Les sonrío a todos, y ellos reconocen a un espíritu afín. Canis lupus familiaris, el lobo amigable, el conocido. Cada vez que veo uno en la calle por la ventanilla sucia del ómnibus en el que voy con mis bolsas solo por hacer algo presiono la frente y la punta de la nariz contra el vidrio frío y siento cómo el sudor migra desde mi cerebro hasta mi piel y de allí al vidrio y sonrío. Y ellos sienten que los estoy mirando y levantan la vista, y me miran con ojos profundos como galaxias que me dicen: Nosotros tampoco. No somos parte de esto.
Y entonces ya no me preocupa tanto el olor a pis y a papas fritas viejas, o las sonrisas maliciosas de mustelinae de los niños-comadreja despatarrados en el asiento del fondo que creen que no escucho cómo me dicen, Doña bolsa calzón meado, aliento de perro viejo, cabeza hueca. No. Ellos no tienen una tierna nariz de extraterrestre, solo rasgos afilados de comadreja, muy parecidos a las ratas grasientas de alcantarilla, y su olor rancio de niños proviene solo de la maldad y el tormento, como cuando te quitan la bufanda del cuello de un tirón y te raspan la piel vieja y te dejan una marca, o como cuando te escupen la media hamburguesa que te dio aquel hombre junto al basurero en la parte trasera del mercado cuando aún estaba tibia y te llenaba las fosas nasales con el dulce aroma a hogar de las cebollas como solía cocinarlas tu abuela y sentiste el aroma, el aroma, y ellos lo arruinaron. Un perro jamás te haría eso.
El aire exhalado contiene más de 3000 moléculas diferentes, ¿lo sabías? Algunas se modifican cuando te sientes mal, por eso los perros siempre se dan cuenta de estas cosas. Reconocen el balance complejo y delicado de los compuestos orgánicos que exuda un cuerpo humano cansado y solitario y asustado y que no encaja, que nunca encajará en este mundo.
Un perro te descubrirá con su olfato en la calle, congelándote, en tu escondite bajo la vieja escalera de madera oscura en la parte trasera del teatro. Se abrirá paso debajo del último escalón a tu lado y hará de su cuerpo peludo un escudo contra las ráfagas hirientes que se cuelan arrastrando el frío y el polvo y las hojas y la basura. Un perro apoyará su nariz con forma de pequeño extraterrestre triste y enojado que no encaja junto a la tuya y se quedará allí contigo toda la noche, ambos sin encajar en una tierra no apta para perros, porque un perro sabe… un perro siempre, siempre sabe.
Traducción: Susurros Chinos
Publicado en Instantáneas de ficción. Volumen 2
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Del original Canis Major, de Helen Rye; publicado en Flash Flood Journal, 15 de junio, 2019. Publicado originalmente en Connotation Press, 2017.
Helen Rye vive en Norwich, en el Reino Unido. Es becaria Annabel Abbs 2019/2020 en el programa de la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad de East Anglia. Ganó el premio Bath Flash Fiction y el concurso Reflex Fiction, y obtuvo el tercer lugar en el premio Bristol Short story 2018. Sus relatos han sido nominados para Best Small Fictions y el premio Pushcart, y seleccionados para el premio Bridport. Es editora de envíos en SmokeLong Quarterly y editora de prosa en Lighthouse Literary Journal. De tanto en tanto colabora en Ellipsis Zine y TSS Publishing.