“Leones en la casa” de Beejay Silcox

Leones en la casa Susurros Chinos

Hay leones en la casa. Dos, tal vez tres; es difícil saberlo. Llenan la penumbra con sus resoplidos territoriales, sus largos bostezos y sus rugidos de gatos grandes.

Es física común y corriente, un truco de acústica —el zoológico está justo pasando el parque y el sonido viaja—. Pero no es nada común y corriente que haya leones en la casa. Cuando dejas las ventanas abiertas, algo en la forma en que el sonido retumba da la impresión de que los leones estuvieran a tus espaldas en esta nueva casa vieja —acechándote de la cocina al baño, a la habitación, como una especie de ventriloquía—. Si cierras las ventanas, aún puedes oírlos lanzando zarpazos contra el vidrio.

No importa lo que te digas, siempre tienes en el cerebro ese ojo de cavernícola atento que ha estado esperando y vigilando, solo por esto, solo para encontrar leones en la casa. Esa parte tuya de sangre caliente que siempre supo que vendrían. Y las noches en las que no vienen, cuando solo se oye el viento, el tráfico o el ruido embriagador de la calle, esta casa con sus tablas reumáticas y sus bisagras recalcitrantes sabe que volverán. Se queja, se estira y hace crujir sus huesos, y tú estás despierta… despierta… despierta…

Él nunca escuchó los leones en la casa: este hombre, este marido, tu marido. Siempre ha dormido de una manera que no puedes entender. Un sueño distendido: imprudente, despreocupado. Cuando lo conociste, lo envidiabas, pero ahora te aterroriza. Cómo es que puede dormir mientras suenan alarmas de incendio y sirenas de policía. Cómo fue que una vez dejó una perilla de gas abierta y durmió mientras, habitación por habitación, el aire se viciaba con las emanaciones del horno. Cómo es que incluso puede dormir durante tus ataques de asma, ese jadeo ahogado y brutal que suena tan fuerte en tu sangre y cuyo eco puedes sentir durante días.

Solías bromear diciendo que él podría dormir durante un bombardeo, pero luego, cuando vistió un uniforme, resultó que tenías razón.

“Suena como palomitas de maíz”, te dijo cuando todo había terminado y dormían otra vez en la misma cama. “Como palomitas de maíz o como un niño reventando las burbujas de un envoltorio plástico”.

En algún lugar leíste que la persona que elige el lado de la cama más cercano a la puerta ha tomado, inconscientemente, el rol de protector. Entonces recuerdas todos los lugares en los que vivieron juntos, todas las habitaciones en las que durmieron, desde tu primer departamento de estudiante, con su ruidosa cama rebatible, hasta aquel carísimo piso en la ciudad, tan caliente que tu pez dorado llegó a hervirse. ¿Siempre has sido tú quien vigila la puerta? Sí, pero nunca cambiaron lugares para que así fuera, y no tiene sentido conjurar un análisis psicológico profundo a partir de un accidente arquitectónico, del mismo modo que tampoco tiene sentido dejar de hacer palomitas de maíz en las noches de películas, o sobresaltarse cuando él pisa un envoltorio con burbujas mientras desembalas las cosas frágiles.

Quieres despertarlo por los leones en la casa. No para probar nada, sino para compartir lo imposible de esto. Quieres despertarlo de la manera en que lo despertabas antes para compartir las lunas rojas, las lechuzas en el alféizar y las tormentas eléctricas que iluminaban el dormitorio como el gran flash de una cámara. De la manera en la que solía despertarte por la mañana temprano para que vieras los globos aerostáticos o para despedirse otra vez, con los bolsos ya listos. De la forma en que se despertaban uno a otro con deseo. Pero duerme de modo diferente desde que volvió a casa. Lo hace a propósito, como si quisiera hundirse bajo la superficie de las cosas. Él no te abraza ahora, sino que se aferra a ti. Enreda sus manos en tu pelo y lo sujeta con tanta fuerza que el cuero cabelludo te duele por la mañana. Si te mueves, apoya su peso sobre tu cuerpo, te inmoviliza.

Por alguna razón, no parece correcto despertarlo.

Traducción: Susurros Chinos

Publicado en Instantáneas de ficción. Volumen 2

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Del original Lions in the House, de Beejay Silcox; publicado en The Maters Review.

Beejay Silcox es una premiada escritora y crítica literaria australiana. Completó una Maestría en Bellas Artes en Estados Unidos. Fue pateada en la cabeza por un gorila, recibió la bendición de un sacerdote budista, quedó atrapada en arenas movedizas, se fugó a Las Vegas y viajó a Timbuktú en un auto reparado con el elástico de un corpiño. Actualmente vive en El Cairo, donde escribe instalada en un departamento de cien años en el medio del Nilo.

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