El último de los dragones de Edith Nesbit

Seguramente ya sabes que hubo un tiempo en que los dragones eran tan comunes como hoy lo son los ómnibus, y casi igual de peligrosos. Pero como lo que se esperaba de todo príncipe hecho y derecho era que matara a un dragón y rescatara a una princesa, empezaron a quedar cada vez menos dragones, hasta que llegó a ser muy difícil para una princesa encontrar un dragón del cual pudieran rescatarla. Y, al final, ya no hubo más dragones en Francia, ni más dragones en Alemania, ni en España, ni en Italia, ni en Rusia. Quedaron algunos en China, y aún están allí, pero son fríos y de bronce, y por supuesto, nunca hubo dragones en Estados Unidos. Pero el último dragón de verdad que quedaba vivo estaba en Inglaterra, y claro está que eso fue hace mucho tiempo, antes de que empezara lo que se conoce como la Historia de Inglaterra. Este dragón vivía en las enormes cuevas de Cornwall, entre las rocas, y era una criatura magnífica, de unos buenos veinte metros desde la punta de su temible hocico hasta el final de su horrorosa cola. Respiraba fuego y humo y, al moverse, hacía ruidos metálicos porque sus escamas eran de hierro. Sus alas parecían paraguas partidos al medio, o las alas de un murciélago, solo que miles de veces más grandes. Todos le tenían mucho miedo, y razones no les faltaban.

En aquel entonces, el Rey de Cornwall tenía una hija, y cuando ella cumpliera dieciséis años, sin dudas, tendría que enfrentar al dragón —esas historias se cuentan siempre antes de dormir en las guarderías reales—. Entonces, la Princesa sabía bien qué le esperaba. El dragón no la comería, claro, porque el príncipe vendría a rescatarla. Pero la Princesa no podía evitar pensar que sería mucho mejor si no tuviera nada que ver con el dragón, nada en absoluto, ni siquiera con lo del rescate.

—Todos los príncipes que conozco son unos niñitos tan tontos —le dijo al padre—. ¿Por qué debe rescatarme un príncipe?

—Siempre se hace así, mi niña —dijo el Rey y, aprovechando que estaban solos en el jardín, se sacó la corona y la apoyó en el pasto (¡hasta los reyes deben ponerse cómodos a veces!).

—Padre, querido… —dijo entonces la Princesa mientras coronaba a su padre con una guirnalda de margaritas—. Papi, ¿no podríamos dejar a alguno de esos torpes principitos atado a la vista del dragón? Luego, yo mataría al dragón y rescataría al príncipe, ¿te parece? Soy mejor en esgrima que cualquiera de los príncipes que conocemos.

—¡Qué idea tan poco femenina! —dijo el Rey y volvió a ponerse la corona porque vio al Primer Ministro, que le traía una canasta con leyes recién escritas listas para firmar—. Ni lo pienses, hija mía. Yo rescaté a tu madre de un dragón y quiero pensar que no pretenderás ser más que ella.

—Pero este es el último dragón. Es diferente de todos los otros dragones.

—¿Por qué? —preguntó el Rey.

—Porque es el último —dijo la Princesa y se marchó a su clase de esgrima, en la que ponía gran esmero. Ella se esforzaba mucho en todas sus clases porque no podía sacar de su mente la idea de pelear contra el dragón. Tanto se esforzó que se convirtió en la Princesa más fuerte y más intrépida y más hábil y más sensata de toda Europa. Desde siempre había sido la más bella y la más amable.

Y pasaron los días y los años, hasta que al fin llegó el día anterior a aquél en que la Princesa sería rescatada del dragón. El Príncipe encargado del acto heroico era pálido, de ojos grandes, y tenía la cabeza llena de matemáticas y filosofía, pero lamentablemente había descuidado sus clases de esgrima. Pasaría la noche en el palacio, donde se iba a celebrar un banquete.

Después de la cena, la Princesa envió a su loro con una nota para el Príncipe. Decía:

Príncipe, ven a la terraza. Deseo hablarte sin que nadie nos oiga. Firma, la Princesa

Sin dudarlo, el Príncipe marchó a su encuentro. A lo lejos, entre las sombras del bosque, divisó la túnica plateada de la Princesa, que brillaba como el agua en una noche estrellada. Cuando se acercó lo suficiente, le dijo:

—Princesa, a tu servicio —se hincó sobre su rodilla cubierta de oro y colocó la mano sobre su corazón cubierto de oro.

—¿Tú crees —preguntó seria la Princesa— que serás capaz de matar al dragón?

—Mataré al dragón —respondió solemne el Príncipe— o moriré en el intento.

—No sirve de nada que mueras.

—Es lo mínimo que puedo hacer.

—Lo que temo es que sea lo máximo que puedas hacer —confesó la Princesa.

—Es lo único que puedo hacer, a menos que mate al dragón.

—Lo que no entiendo es por qué debes hacer algo por mí.

—Es que quiero hacerlo. Debes saber que te amo más que a nada en el mundo.

Al decir eso, se veía tan amable que a la Princesa le empezó a gustar un poco.

—Mira —dijo ella—, mañana no habrá nadie afuera. Bien sabes que me atarán a una roca y me dejarán allí, y luego todos se escabullirán rápido a sus casas, cerrarán las ventanas y las mantendrán así hasta que tú cabalgues triunfante por el pueblo, gritando que has matado al dragón; y yo cabalgaré detrás, llorando de emoción.

—Según escuché, así es como se hace —señaló el Príncipe.

—Bueno, ¿me amas lo suficiente como para llegar muy rápido y liberarme así después luchamos juntos contra el dragón?

—No sería seguro para ti.

—Sería mucho más seguro para los dos que yo estuviera libre y con una espada en la mano, en vez de atada e indefensa. Acéptalo.

No pudo contradecirla, así que aceptó. Y al día siguiente todo sucedió tal como ella había anticipado.

Una vez que él cortó las cuerdas que la ataban a la roca, permanecieron en la ladera de la montaña solitaria, mirándose.

—A mí me parece —dijo el Príncipe— que esta ceremonia podría haberse arreglado sin el dragón.

—Sí —dijo la Princesa—, pero ya que se arregló con él…

—Me da tanta pena matarlo; es el último en el mundo —dijo el Príncipe.

—Bueno, entonces no lo hagamos —propuso la Princesa—; ¿por qué no lo amansamos para que en lugar de comerse a las princesas, coma de sus manos? Se dice que se gana más con miel que con hiel.

—Para amansarlo por las buenas deberíamos darle algo de comer —dijo el Príncipe—. ¿Tienes algo para ofrecerle?

La Princesa no tenía, pero el Príncipe admitió que traía algunas galletas.

—El desayuno fue demasiado temprano, y pensé que podrías sentirte débil después de la contienda.

—¡Qué astuto! —dijo la Princesa, y tomaron una galleta en cada mano. Buscaron aquí y buscaron allá, pero ningún dragón pudieron hallar.

—Aquí está su rastro —dijo el Príncipe, y señaló las rocas marcadas con rasguños que conducían hacia una cueva oscura. Lucían como las marcas profundas que dejan los carros en el camino a Sussex, mezcladas con las huellas de las gaviotas en la arena de la playa.

—Mira, allí es donde arrastró su cola de bronce y plantó sus garras de acero.

—Mejor no pensemos en la fuerza de su cola y sus garras —dijo la Princesa—, o empezaré a tener miedo, y sé que nada ni nadie se amansa, ni siquiera por las buenas, si le tienes miedo. Ven. Es ahora o nunca.

La Princesa tomó la mano del Príncipe y corrieron por el camino hacia la boca oscura de la cueva. Pero no entraron. Estaba tan pero tan oscura.

Así que esperaron afuera y el Príncipe gritó:

—¡Ey, Dragón! Vamos a entrar.

Y desde el interior de la cueva se escuchó una voz que respondía entre chirridos y traqueteos. Sonaba como si un gran molino de viento se estirara y despertara de su sueño.

El Príncipe y la Princesa temblaron, pero se mantuvieron firmes.

—Dragón… oye, ¡dragón! —llamó la Princesa— sal y habla con nosotros. Te trajimos un regalo.

—¡Ah, sí!, ya conozco sus regalos —gruñó el dragón con voz de estruendo—. Una de esas hermosas princesas, me imagino. Y tengo que salir y pelear por ella. Bueno, les digo sin rodeos: no lo voy a hacer. A una contienda justa no le diría que no, a una justa y sin ventajas, pero a una contienda de esas arregladas en las que tienes que perder, ¡no! Así se los digo. Si quisiera una princesa, la buscaría y me la llevaría a mi antojo, pero no es así. Si la atrapara, ¿qué suponen que haría con ella?

—Comerla, ¿verdad? —respondió la Princesa con voz algo temblorosa.

—¿Comer un palito? —cuestionó el dragón groseramente—. No probaría semejante cosa tan horrenda.

La voz de la Princesa cobró firmeza.

—¿Te gustan las galletas?

—No —gruñó el dragón.

—¿Seguro que no quieres unas galletas de esas costosas, cubiertas de azúcar?

No —gruñó el dragón.

—Entonces, ¿qué te gusta? —preguntó el Príncipe.

—Lárguense. No me molesten —gruñó el dragón, y se oyó el cling y el clang de sus movimientos al girar dentro de la cueva, como los martillos de vapor del Arsenal en Woolwich.

El Príncipe y la Princesa se miraron. ¿Qué harían? Claro que no serviría de nada volver a casa y decirle al Rey que el dragón no quería princesas, porque Su Majestad era muy anticuado y nunca habría creído que un dragón moderno pudiera ser diferente de un dragón tradicional. Tampoco entrarían en la cueva a matar al dragón. De hecho, a menos que la criatura atacara a la Princesa, no parecía para nada justo darle muerte.

—Algo debe gustarle —murmuró la Princesa y lo llamó otra vez con una voz dulce como la miel y la caña de azúcar:

—¡Dragón! ¡Dragón, querido!

—¿QUÉ? —gritó el dragón—. ¡Vuelve a decirlo!

Y escucharon que el dragón se les acercaba desde la oscuridad de la cueva. La Princesa se estremeció y con una vocecita muy baja dijo:

—¡Dragón… Dragón, querido!

Entonces, el dragón salió. El Príncipe sacó su espada, y la Princesa, la suya —la hermosa espada labrada en plata que el Príncipe había traído en su automóvil—. Pero no lo atacaron; retrocedían lentamente a medida que el dragón emergía y sacaba su vasta extensión escamosa, recostándose sobre las rocas, con las alas gigantes a medio abrir y su cuerpo plateado y brillante, que relucía como diamantes a la luz del sol. Finalmente, ya no pudieron retroceder más —la oscura roca que tenían detrás les cerró el paso— y de espaldas a la montaña, espada en mano, se dispusieron a esperar.

El dragón se acercó más y más, entonces comprobaron que al respirar no soltaba fuego ni humo como suponían; se acercó sigilosa y lentamente hacia ellos, meneándose como un cachorro cuando quiere jugar y no sabe si estás de humor.

Entonces vieron que unas lágrimas enormes caían por sus mejillas metálicas.

—¿Qué te ocurre? —preguntó el Príncipe.

—Nadie —dijo el dragón entre sollozos— nunca antes me había llamado “Querido”.

—No llores, dragón querido —dijo la Princesa—. Te llamaremos “Querido” cuantas veces lo desees. Quisiéramos amansarte.

—Yo soy manso —dijo el dragón—, así de simple. Es lo que nadie, salvo ustedes, había notado hasta ahora. Soy tan manso que podría comer de sus manos.

—¿Comer qué, dragón querido? —quiso saber la Princesa—. ¿Las galletas no?

El dragón negó con un movimiento lento de su pesada cabeza.

—¿Las galletas no? —dijo la Princesa con ternura— . ¿Entonces qué, dragón querido?

—Tu bondad me desdragona bastante —dijo—. Nunca antes nos habían preguntado a ninguno de nosotros qué es lo que nos gusta comer, siempre nos entregan princesas que luego rescatan, y ni una sola vez nos preguntaron: “¿Qué van a beber a la salud del Rey?”. Ha sido muy cruel —y volvió a llorar.

—Pero, ¿qué te gustaría beber a nuestra salud? —preguntó el Príncipe—. Hoy vamos a casarnos, ¿no es así, Princesa?

Ella dijo que suponía que sí.

—¿Qué beberé a su salud? —preguntó el dragón— . Ah, usted es un caballero, ya lo creo, señor. Será un placer, señor. Estaré orgulloso de beber a su salud y a la de su buena dama una gotita de —su voz vaciló—, solo de pensar que me lo pide tan amablemente—dijo—. Sí, señor, tan solo una gotita de gagagagagasolina, e-eso es lo que le hace bien a un dragón, señor.

—Tengo bastante en el coche —dijo el Príncipe y bajó de la montaña como un rayo. Solía tener buenas intuiciones y sabía que con este dragón la Princesa estaría segura.

—Si me permite el atrevimiento —dijo el dragón— , mientras el caballero no está, quizás solo para pasar el tiempo, sería tan amable de llamarme “Querido” otra vez, y si estrechara la garra con un pobre  dragón  viejo  que  nunca  ha  sido enemigo de

—¿Qué te ocurre? —preguntó el Príncipe.

—Nadie —dijo el dragón entre sollozos— nunca antes me había llamado “Querido”.

—No llores, dragón querido —dijo la Princesa—. Te llamaremos “Querido” cuantas veces lo desees. Quisiéramos amansarte.

—Yo soy manso —dijo el dragón—, así de simple. Es lo que nadie, salvo ustedes, había notado hasta ahora. Soy tan manso que podría comer de sus manos.

—¿Comer qué, dragón querido? —quiso saber la Princesa—. ¿Las galletas no?

El dragón negó con un movimiento lento de su pesada cabeza.

—¿Las galletas no? —dijo la Princesa con ternura— . ¿Entonces qué, dragón querido?

—Tu bondad me desdragona bastante —dijo—. Nunca antes nos habían preguntado a ninguno de nosotros qué es lo que nos gusta comer, siempre nos entregan princesas que luego rescatan, y ni una sola vez nos preguntaron: “¿Qué van a beber a la salud del Rey?”. Ha sido muy cruel —y volvió a llorar.

—Pero, ¿qué te gustaría beber a nuestra salud? —preguntó el Príncipe—. Hoy vamos a casarnos, ¿no es así, Princesa?

Ella dijo que suponía que sí.

—¿Qué beberé a su salud? —preguntó el dragón— . Ah, usted es un caballero, ya lo creo, señor. Será un placer, señor. Estaré orgulloso de beber a su salud y a la de su buena dama una gotita de —su voz vaciló—, solo de pensar que me lo pide tan amablemente—dijo—. Sí, señor, tan solo una gotita de gagagagagasolina, e-eso es lo que le hace bien a un dragón, señor.

—Tengo bastante en el coche —dijo el Príncipe y bajó de la montaña como un rayo. Solía tener buenas intuiciones y sabía que con este dragón la Princesa estaría segura.

—Si me permite el atrevimiento —dijo el dragón— , mientras el caballero no está, quizás solo para pasar el tiempo, sería tan amable de llamarme “Querido” otra vez, y si estrechara la garra con un pobre  dragón  viejo  que  nunca  ha  sido enemigo de

nadie más que de sí mismo, bueno, el último de los dragones sería el dragón más orgulloso que jamás haya existido desde el primero que alguna vez existió.

Levantó una enorme pata, y los grandes ganchos de acero que tenía por garras se cerraron suavemente sobre la mano de la Princesa, como las garras del oso del Himalaya se cierran sobre el trozo de panecillo que recibe a través de los barrotes en el zoológico.

Y así, el Príncipe y la Princesa regresaron triunfantes al palacio, seguidos del dragón como mascota. Y a lo largo de la celebración de la boda, nadie brindó con más fervor por la felicidad de la novia y el novio que el dragón de la Princesa, a quien ella enseguida llamó Fido.

Y cuando la feliz pareja se estableció en su propio reino, Fido los visitó y les rogó que le permitieran ser de utilidad.

—Debe haber alguna cosita que yo pueda hacer —dijo sacudiendo sus alas y extendiendo sus garras—. Mis alas y garras y todo el resto deberían servir para algo, sin mencionar mi corazón agradecido.

Así que el Príncipe hizo que le fabricaran una silla de montar especial, como la houdah de un elefante, que tenía el largo de varios tranvías juntos. A esta estructura se le instalaron ciento cincuenta asientos, y el dragón, quien ahora lo que más disfrutaba era hacer felices a los demás, se deleitaba llevando grupos de niños a la playa. Volaba por el aire con destreza con sus ciento cincuenta pequeños pasajeros y se tumbaba en la arena para esperarlos pacientemente hasta que estuvieran listos para regresar. Los niños lo querían mucho y lo llamaban “Querido”, una palabra que siempre hacía brotar lágrimas de afecto y gratitud en sus ojos. Así vivió, valorado y respetado, hasta el día que oyó a alguien decir que, ahora que había tantas máquinas nuevas, los dragones resultaban anticuados. Fue tal su pesar que le pidió al Rey que lo convirtiera en algo menos anticuado, y el amable monarca lo convirtió de inmediato en un artilugio mecánico. En efecto, este dragón se convirtió en el primer avión de la historia.

Traducción:

Emilia del Valle Contreras y Alejandro Ferrero

Este cuento forma parte de “La Bruja Blanca y otros cuentos que rompieron el molde”, editado y publicado en diciembre de 2020 por el equipo de Susurros Chinos.